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Los corazones más veloces de Can Misses

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Antonio y Alejandro no pueden levantarse de la silla –de ruedas– para celebrar los goles del Ibiza, pero cuando marca un jugador celeste sus corazones laten como si fueran dos caballos desbocados; más veloces que cualquiera. Son dos forofos del Ibiza. Absolutos. Lo dicen sus padres, Antonio y Joan: aunque también les gusta el fútbol, reconocen que algunos domingos se quedarían en casa y verían los partidos por la televisión si no fuera porque sus hijos no se lo permitirían.

El último día de la semana no le cuesta madrugar a Antonio Martín Conesa, que vive enfrente de Can Misses. A las diez de la mañana ya lo tiene todo preparado para cruzar la calle Campanitx. Da igual que falte una hora larga para que su padre y él salgan de casa. No entrarán al campo hasta que los jugadores de Pablo Alfaro comiencen el calentamiento, pero Antonio es un aficionado muy previsor. Lo cuenta Carmen, su madre. “La noche del sábado Antonio suele dejar su camiseta, la bufanda y la gorra preparadas encima de la mesa de su cuarto. El fútbol apasiona a mi hijo desde que era un crío y, como se abonó la temporada pasada, ahora está disfrutando mucho viendo al Ibiza”. Ella se entera de todo lo que ocurre sin necesidad de acompañarlos. Tampoco le hace falta prender la tele o consultar el resultado del partido en el móvil. Su piso está tan cerca del estadio que si deja la ventana abierta puede escuchar perfectamente los cánticos de las peñas, la celebración de los goles celestes y el silencio que durante unos segundos se crea si el rival perfora la portería ibicenca. Antonio es precisamente uno de los aficionados locales que llegan afónicos al minuto noventa. El marido de Carmen confiesa que la sangre de su hijo es más caliente que la suya. “Sufres mucho en los partidos”, le dice y luego le lanza una riña cariñosa: “Y eres un poco follonero”. Antonio se ríe y contesta a su padre: “Es que hay algunos arbitrajes…”

La familia Martín estaba fuera de la isla cuando el Ibiza jugó en Can Misses el derbi contra el Atlético Baleares. Sí vieron en directo el duelo frente al Atlético de Madrid B, un partido que demostró el sentimiento celeste de Antonio. “Ese día me dio igual que perdiéramos. Yo volví muy contento a casa porque habíamos jugado muy bien”.

Cada dos semanas, Antonio se encuentra con Alejandro Escandell Castellano en la carpa que se levanta para los abonados que se mueven en silla de ruedas. Los dos ven los partidos a ras de césped y cerca del fondo norte. El Ibiza mantiene un idilio con esa portería. Varios de los goles más importantes de esta temporada se han marcado en ese lado del campo. Justo delante de los ojos de Alejandro y Antonio. La piña que forman los futbolistas cuando festejan un tanto la suelen tener tan cerca, a apenas unos metros de distancia, que casi la pueden tocar. “Es una suerte”, dice Alejandro, “que vengan donde estamos a celebrar los goles. La celebración del gol que le marcamos al Barça fue alucinante”. ¿Qué les gritan a los jugadores en esos momentos? “Que son los mejores”, suelta Antonio. “Que no dejen de atacar. Y a veces también canto con los Corsarios y la Penya Pagesa. Me sé un poquito sus canciones“, explica Alejandro. Joan, su padre, cuenta que su hijo y él se abonaron cuando el Ibiza todavía jugaba en Preferente. “Poco antes del playoff de ascenso a Tercera. Y desde entonces hemos fallado a pocos partidos”, precisa.

La familia de Alejandro vive en el barrio de Cas Serres. Para llegar al campo tienen que coger el coche. Es un trayecto muy corto, de apenas cinco minutos, pero salen de casa a las once de la mañana en punto. “Hay tres plazas de aparcamiento para minusválidos junto a la piscina de Can Misses y si llegamos más tarde nos quedamos sin sitio. Es increíble la afición que ha despertado este equipo. Tengo muchos amigos y conocidos que son también socios”, dice Joan. Después de un mes confinados, Joan y Alejandro empiezan a echar mucho de menos el ritual de los domingos. El joven abonado del Ibiza no ha salido de casa desde que se decretó el Estado de alarma. Sufre una distrofia muscular que le obliga a usar una silla de ruedas desde que tenía doce años. “Una máquina le ayuda a respirar cuando se va a la cama. Tiene los pulmones débiles y eso le convertiría en un paciente de riesgo en caso de que se contagiara. Por eso hemos extremado las precauciones”, explica su padre. El último punto se lo toma Joan Escandell a rajatabla porque trabaja en una empresa de transporte y logística y pasa bastante tiempo en la calle durante la semana.

Antonio sí tiene la suerte de salir al exterior de vez en cuando. “Siempre con guantes y mascarilla, y muy poquito tiempo”, cuenta Carmen. Su madre o su padre le dan cortos paseos por los alrededores del estadio. Mientras el sol de primavera le roza las mejillas, Antonio pasa revista a las instalaciones de Can Misses. “La puerta está siempre cerrada”, aclara él, y hay un deje de amargura en su voz. Revisar en internet los partidos que se han jugado esta temporada es un consuelo que no llega a saciarle. La falta de fútbol en directo la alivia haciendo ejercicio en el pasillo de su comunidad. Levanta el culo de la silla, se pone de pie y esforzándose da pasitos pequeños. Debe mantenerse en forma para el día en que el virus se retire y el balón ruede otra vez. Basta mencionarlo para que los corazones de Alejandro y Antonio se aceleren sin remedio. Como cantaba Leonard Cohen, en todo hay una grieta por donde entra la luz.