Víctor Torres Tur apenas ha podido descansar desde que se decretó el Estado de alarma. Cada mañana baja a la calle para levantar la persiana del estanco que posee en la avenida Bartomeu Roselló. Su negocio se consideró esencial cuando el Gobierno central ordenó a la población que se encerrara en sus casas para evitar que los casos de Covid-19 siguieran multiplicándose. “Me alegra mucho seguir trabajando, sobre todo por la gente mayor que viene a comprar la prensa. Muchos de ellos no tienen acceso a internet o no saben manejarse con un móvil o un ordenador, y los periódicos en papel son la manera que tienen para informarse durante unos días en los que han ocurrido noticias muy importantes”, explica Víctor. Su familia está vinculada al comercio desde hace décadas. Su hermano Carlos regenta un supermercado en la calle Gaspar Puig, a menos de cinco minutos caminando desde el estanco. Cuando Víctor no podía abrir por las tardes, iba a echarle una mano. “Porque en los negocios de alimentación”, explica este vilero nacido en 1988, “los primeros días del Estado de alarma fueron muy duros. La gente estaba desorientada y salió a comprar en masa”. Una vez moderada la avalancha, Víctor explica que su hermano y él han sabido adaptarse a una situación dura. No es fácil, dice, acostumbrarse a trabajar con guantes y mascarilla; desinfectar absolutamente los objetos y superficies que se tocan y con los que puede entrar en contacto la clientela, y, sobre todo, decidir qué trabajadores han tenido que acogerse a un ERTE porque con las restricciones de movimiento, lógicamente, la facturación baja: “Las empresas familiares, como las nuestras, hemos hecho un gran esfuerzo por perjudicar lo menos posible a nuestros empleados. Algunos llevan toda la vida con nosotros y les tenemos que apoyar. Si nosotros aguantamos esta travesía por el desierto, todos saldremos ganando. El comercio local acompaña y genera redes de solidaridad y confianza que nos ayudan a superar problemas como el que tenemos encima”.
A Víctor Torres ya no le extraña encontrarse vacías las aceras que le llevan hasta su estanco, una quietud que es habitual en el lugar de trabajo de Ivan Colomar. Este ibicenco de Santa Eulària se dedica al campo. En la vénda d’Atzaró, junto a la casa en la que vive, cultiva las tierras de su familia. El camino asfaltado que divide sus feixes reina un silencio que, de tanto en tanto, rompe el paso de un tractor o una furgoneta que pasa por allí. Ivan es uno de los payeses más jóvenes de la isla y desde hace un tiempo preside la cooperativa Agroeivissa. “Mi horario lo marca el sol”, cuenta, “y como el campo no descansa nunca, para enterarme de que Ibiza estaba en cuarentena tuve que salir de aquí. Recuerdo que la primera vez que fui a comprar a la cooperativa aluciné porque al salir a la carretera principal no vi ningún coche. Algo impensable hace apenas unos meses”. Sus fincas están tan apartadas que la cobertura telefónica es mala. Ivan habla desde el teléfono fijo de su vivienda. Explica que la situación anómala que vive Ibiza –sin turistas pululando por la isla a principios de mayo– puede servir para que la sociedad insular valore más a los productores locales. “Es lo que tiene no parar”, dice y se acuerda también de los ganadores o los pescadores. A cualquier payés le preocupa que los restaurantes no hayan podido abrir aún sus puertas. Buena parte de las hortalizas, frutas y verdura que recoge en sus tierras van a parar a las cocinas de los mejores chefs ibicencos. “Nosotros hemos decidido no reducir la cantidad de producto que sembramos”, argumenta Ivan, que piensa en un posible plan B si no hay temporada turística: “Lo que no podamos colocar en el sector de la restauración esperamos que lo compren los ibicencos en los comercios con los que trabajamos. Hemos notado que el producto local se está valorando mucho más. ¿Por qué? Creo que la razón es que tenemos más tiempo para cocinar en casa. Si pausamos un poco nuestras vidas y empezamos a preocuparnos por lo que comemos nos damos cuenta de que el producto de proximidad suele ser más sano y de mayor calidad. El Consell d’Eivissa y el resto de las instituciones están preparando buenas campañas para apoyarnos”.
Que las estanterías de los negocios de alimentación y de las tiendas de primera necesidad que han seguido funcionando durante estas semanas no se vieran desabastecidas. A eso han ayudado Daniel Pades y Pepe Torres. Cada uno trabajando en una fase diferente del engranaje –y tantas veces invisible– que consigue día tras día que los productos que consumimos lleguen desde el fabricante hasta nuestros hogares. Daniel es estibador. Todos los días se levanta temprano y revisa el correo electrónico. “Sobre las siete nos comunican si nos necesitan para descargar los barcos de mercancías que llegan al puerto. Nuestro enlace sindical se movió bien y pronto tuvimos mascarillas y guantes para protegernos de posibles contagios. Con el movimiento que suele haber allí se hizo raro al principio encontrarse los muelles prácticamente en silencio, pero a todo te acostumbras”, dice Daniel, que se pasa las mañanas montado en unos vehículos industriales que vacían –y vuelven a llenar– las bodegas de los buques que evitan que los ibicencos se queden sin suministros. Por ejemplo, de alimentación, un segmento que conoce bien Pepe Torres porque lleva los últimos ocho años trabajando en una distribuidora de fruta. “Cuatro años repartiendo y cuatro como comercial”, especifica. El 15 de marzo su jefe le dijo que tenía que volver al almacén y no se le cayeron los anillos. “Era necesario porque se nos venía encima un reto tremendo. Había miedo al desabastecimiento”, dice. Regresaron los madrugones –“a las tres y media de la mañana ya estamos en la nave preparando los pedidos”– y las rondas por los supermercados de la isla y el Mercat Nou de Vila. “Al mercado llegamos hacia las cinco y media de la mañana. Descargamos tan pronto porque los vendedores preparan sus puestos a las seis para que una hora y pico después ya puedan despachar a los primeros clientes”. Los dos, Daniel y Pepe, coinciden en que la logística, una labor tan desapercibida hasta hace dos meses, ha ganado importancia de golpe. Aunque ellos hagan “exactamente lo mismo que hacían, como le ocurre también a un reponedor o un cajero de supermercado”.
Para esos héroes “realmente anónimos” pide un aplauso Diego Alonso. Este médico, berciano de Ponferrada, lleva siete años trabajando en el hospital de Can Misses. Aunque no esté “en la primera línea de actuación contra el virus” porque es urólogo, se siente reconocido con la ovación que se dedica al personal sanitario cada tarde a las ocho en punto. “El mérito es comunitario. Esta crisis está demostrando nuestra resistencia como sociedad. Creo que estas semanas nos han servido para mejorar virtudes como la paciencia o la prudencia”, dice Diego, que ha tenido que servirse una buena ración de cada una para aprender a trabajar de forma diferente. El día a día en su consulta ha cambiado bastante. La relación con muchos pacientes se ha convertido en telemática. Los resultados de las analíticas se comunican por teléfono, pero los casos más urgentes se siguen tratando en la consulta o el quirófano. Las precauciones se han extremado y el contacto se reduce a lo imprescindible, siempre resguardado por la mascarilla, los guantes y la bata impermeable que conforman el equipo de protección individual que Diego ha aprendido a ponerse. “Hemos perdido esa cercanía física que es tan importante para el ejercicio de la medicina, pero los pacientes saben que seguimos a su lado. Lo notan. A mí me emocionan todas las muestras de apoyo y cariño que estamos recibiendo los profesionales sanitarios. Nuestro sistema de Salud nunca se había enfrentado a una pandemia de estas características. Es un reto mayúsculo para nosotros y, entre todos, creo que lo estamos superando”.
En la idea de “más lejos que de costumbre y, al mismo tiempo, más cerca que nunca” ahonda Álvaro Casas. Salmantino, residente en la isla desde hace diez años y agente de Policía Nacional, Álvaro es otro de los ibicencos que no han dejado de salir de casa en pleno confinamiento. Ya no le espanta ver la comisaría sin el trasiego que era habitual hasta hace ocho semanas, pero confiesa que echa de menos “esos quince minutos de charla” que tenían los policías que se encontraban en el cambio de turno. “Ahora todo se ha reorganizado para que coincidamos los menos agentes posibles en el mismo lugar. Todo se desinfecta debidamente y nosotros nos protegemos con celo. Sabemos que si un policía se infecta se compromete la labor que realiza todo el cuerpo”. Álvaro trabaja en la brigada de Extranjería y Fronteras. Hasta que entró en vigor el Estado de alarma se dedicaba a revisar la documentación que presentaban los extranjeros para regularizar su situación en España. Esa labor se complementa ahora con las salidas que hace a la calle para reforzar a sus compañeros de Seguridad Ciudadana. “Soy consciente de que a nivel social no es fácil aceptar esta situación que nos ha tocado vivir. Yo soy el primero que se pregunta muchas mañanas ‘¿por qué vamos con mascarillas?’ Pero poco a poco, apoyándonos entre todos, estamos saliendo adelante. Quizás trascienden más los casos de la gente que no cumple con las restricciones, pero me agrada ver el sentido común que demuestra la inmensa mayoría de los ciudadanos. Creo que hemos entendido que nos estamos jugando la vida. Para nosotros es un regalo que nos pongan tan fácil el trabajo que hacemos, que ha sido más duro que nunca estas últimas semanas”.
Víctor, Ivan, Pepe, Daniel, Diego y Álvaro no solamente tienen en común haber trabajado a lo largo de los últimos dos meses para que la isla redujera la velocidad pero no se detuviera completamente. Los seis han coincidido muchos domingos en Can Misses porque son aficionados de la Unión Deportiva Ibiza. Víctor e Ivan son socios de la Penya Pagesa y sueñan más de una noche con la fiesta que organizarán cuando se pueda brindar con los amigos sin una pantalla de por medio. Pepe se sacó el abono cuando los celestes jugaban en Regional y se muerde las uñas imaginando que celebra de nuevo un gol en la grada rodeado por su familia. Daniel –que en diciembre cruzó España para ver los dieciséis minutos de aquel partido de Copa del Rey contra el Pontevedra que se suspendió por el mal tiempo– reconoce que más de un día, al ir o volver del puerto, toma un rodeo y pasa despacito junto a la puerta del estadio para comprobar que todo “sigue en su sitio”. “Y por la tarde me conecto al grupo de WhatsApp que tenemos los Corsarios. Allí recordamos los mejores momentos de la temporada y hablamos de lo que nos queda por vivir en este año mágico cuando pueda volver la competición”, dice. A Diego (fanático de la Ponfe) y Álvaro (que se pasó la niñez y la juventud en El Helmántico animando a la extinta Unión Deportiva Salamanca) les encantaría ver en directo un partido del Ibiza porque, gracias a su vinculación con el club, se sienten todavía más arraigados a una isla donde desembarcaron por trabajo y se han quedado a vivir. El médico y el policía cuentan que se han enganchado a los vídeos de entrenamiento de la primera plantilla que se publican en las redes, “un ejemplo de profesionalidad que motiva a mucha gente”. Víctor, Ivan, Pepe, Daniel, Diego y Álvaro. Media docena de historias personales que demuestran que el fútbol y la vida están irremediablemente unidos. Incluso durante unas semanas en las que ha dado la sensación que una cosa y otra se han quedado varadas en el tiempo. Basta rascar un poco para darse cuenta de que las apariencias engañan.